A principio de la década del 80, el artista chileno Juan Castillo (Antofagasta, 1952) abandona Chile, dejando atrás la experiencia junto al Colectivo de Acciones de Arte, CADA, para transitar por distintas ciudades europeas hasta instalarse definitivamente en Estocolmo. Tras pasar algunas décadas ausente de la escena local, Castillo reanuda sus visitas al país durante los últimos años, las cuales han influido directamente en la difusión y posicionamiento de su obra a nivel nacional e internacional, a partir de la proliferación de textos y curatorías. En este sentido, es posible aventurar que su nombre ya pase a formar parte de cierto canon expandido de las artes visuales, el cual valora la investigación transdisciplinaria y en general todas las transgresiones en torno a las ideas de obra, autoría y lugar, al menos tal como las comprendimos con la modernidad. Como parte de su propia trayectoria de transgresiones, el artista titula Huacherías a una serie de exposiciones realizadas durante el periodo 2015-2017.

Si al llamado “giro culturalista” en el arte y la literatura le ha urgido dotar de visibilidad a diferentes prácticas, procesos creativos e imaginarios minoritarios, excluidos históricamente de los discursos mediáticos y las lógicas canónicas hasta hace poco vigentes en las instituciones; el proyecto de Castillo por su cuenta ha ido persiguiendo una renovación en sus modos de hacer a propósito de la producción de espacios de subjetividad colectiva y lógicas colaborativas que desplazan la noción tradicional de autoría. De alguna manera este despliegue de memorias que es parte de la acción que realiza Castillo, viene a rellenar y multiplicar aquello que hemos recibido como historia oficial con todas sus amnesias, aplanamientos y arbitrariedades. Tal como ya había ensayado con CADA desde fines de la década del 70 en Chile, Castillo en la actualidad busca de forma incesante la posibilidad de expresión e interacción de memorias y testimonios personales, de personas comunes y corrientes, que van tejiendo una obra artística asociada a una comunidad deslocalizada. Me refiero con esto a un sentido de comunidad que no coincide con las comunidades de antaño, aquellas definidas exclusivamente por espacios lingüísticos y territoriales comunes. Esta dimensión heterogénea de lo social, se proyecta en un tipo de obra inclasificable, que se resiste a cualquier etiqueta y que se genera desde distintos acercamientos, la conversación, la arqueología, la escritura, el dibujo, la recopilación. Me voy a apoyar en muchas de las perspectivas de este “giro culturalista” para no solo exprimir un sentido posible de esta obra artística, sino también para pensar y aprender con ella sobre nuevas maneras de reunirnos y nombrarnos, de decir y de incluso vivir juntos, como una aproximación política en un escenario cultural actual definido por el movimiento y deslocalización generalizada.

Sin embargo, se fugan una serie de preguntas al infinito una vez que constatamos esta ampliación de las fronteras del vivir y el decir, del convivir y el nombrarnos. Nuestro diccionario heredado de pronto se hace insuficiente para referirnos a una realidad que se manifiesta abierta y expandida. ¿A qué palabras y conceptos recurrir ante estas nuevas realidades y comunidades? ¿Cómo es que se tornaría improductivo insistir en el archivo lingüístico que ha perseguido la generalización que es siempre abstracta? Constato una y otra vez que el andamiaje lingüístico heredado de la lógica logocéntrica y universalista ya no puede nombrar la pluralidad actual, menos la interacción, si no es para desactivarla. La aparición de estas comunidades, usualmente llamadas “nómades”, configuradas desde las experiencias del arte y la literatura, me desafían a plantear preguntas muchas veces sin respuesta aún que refresquen las formas de expresarnos.

Voy a rescatar aquí la palabra inventada “huacherías”, no solo para describir las instalaciones artísticas que Castillo presentó en diferentes salas de arte bajo este título. Más allá, pareciera que esta palabra extraña e impropia, dota de un nombre a una singular metodología artística basada en el diálogo de experiencias y memorias. Y a modo de hipótesis, quiero pensar que estas huacherías describen una poética contemporánea que propone fórmulas para la convivencia, no solo multicultural sino también de todo lo múltiple (partiendo por su propia obra inclasificable). Una premisa para entender esa potencia metodológica, será atender a la gran contradicción que define a la “globalización” desde hace siglos: si por una parte se trata de un contexto caracterizado por el libre flujo de información y mercancías a escala mundial, por otra parte se tensa con la creciente la imposición de barreras y limitantes para la migración entre un país y otro, de personas e identidades consideradas fuera de la norma.

En el campo académico, los estudios subalternos se han preocupado desde mediados del siglo pasado por el rescate y la reivindicación de prácticas y memorias alternas, de grupos históricamente enmudecidos y marginados por las lógicas “oficiales”. Propongo que hay en la ética de esta perspectiva también una negación del otro. El otro del poder, el otro-imperio, el otro- Estado, el otro-institución. Desde esa perspectiva parecería que la perspectiva subalterna hace continua la lógica de pensamiento basado en rivalidades o polaridades para entender el escenario cultural en el que nos movemos. A modo de reparo, me gustaría pensar que el culturalismo que defiende mi lectura, más bien se nutre de un enfoque líquido: la “huachería”, como un entre-espacio o espacio intermedio en donde coexisten diferencias y singularidades, lenguas, deseos y sueños de personas y colectivos, más allá del lugar de origen, social y cultural. Un ímpetu utópico descansa sobre esta propuesta, que podría ser la utopía que a fin de cuentas motiva cualquier comunidad que nace como un injerto desde y en la realidad misma. Pensando con el filósofo francés Jean-Luc Nancy, comprendo que en el proyecto de Castillo se moviliza el deseo de intercambio y de desplazamiento permanente desde y hacia el/lo otro, configurando una zona líquida de aceptación y convivencia más allá de las jerarquías instituidas por el arte y la cultura.

La propuesta arrastra también una serie de riesgos. Por ello la pregunta al final será cómo hacer para recuperar y activar estas palabras impropias, pero evitando que sean luego fijadas por el aparato institucional –y académico- que cuenta con su capacidad devoradora de asimilar las experiencias de lo común y lo heterogéneo, para institucionalizarlas y con ello restarles su fuerza crítica. Menos “conceptos” y más “ideas fuerza”, reflexionamos con Castillo, bajo la convicción de que el lenguaje se genera en la experiencia y como tal, se encuentra en constante movimiento y transformación. Las palabras desde esta perspectiva no fijan realidades ni dan definiciones, al menos las palabras que nos interesan en nuestro diálogo. Las palabras son solo huellas, rastros de experiencias vividas y como tal, arraigadas a momentos específicos. De esta manera, “huacherías” nace como idea-fuerza, en la medida que no es una categoría que remite exclusivamente al período 2015-2017, sino una fuerza cíclica que acompaña nuestro diálogo conjunto. Las ideas-fuerzas de definen por su fluidez, se retoman y luego descansan; desaparecen para volver a emerger más tarde, de una manera muy distinta, “como el texto poético”, señala Castillo, que es “una reserva de sentido permanente”.

 

De la subversión wakcha

 

Tuve otro sueño que lo supera y ese sueño no solo se cumplió,

sino que se duplicó, se llaman Martina y Paula.

     

En Galería Panam, un espacio independiente ubicado en el centro de Santiago de Chile, se exhibe Huacherías de Juan Castillo en marzo de 2016. Entre los diversos elementos que incluye la muestra, una serie de retratos de rostros desconocidos se despliegan por los muros de la sala. Estos retratos de mediano formato están realizados utilizando el té como pigmento y en ellos se montan simbologías abstractas y textos anotados de puño y letra del artista.

A simple vista no hay una correspondencia directa entre imagen y palabra en estos retratos. Cada relato –textual y visual- aporta su propio sentido complementando: mientras los textos describen deseos y sueños de personas específicas, comunes y corrientes, el trazo amorfo y a veces andrógino de los rostros, pareciera remitir a la idea de “raza” y los estereotipos culturales predominantes. A los testimonios escritos sobre los rostros, se añaden grandes y extrañas formas circulares punteadas que se superponen también sobre los rostros, como si se tratara de huellas dactilares que pretenden identificar esos testimonios particulares, y que a su vez pueden remitir también a las formas arbitrarias del control aduanero respecto de las identidades en el cruce de fronteras. Esta última representación bien dialoga con un cuarto elemento en la parte inferior de cada dibujo. Se trata de otra leyenda escrita a mano, utilizando el té, que ironiza sobre los estereotipos culturales a través de una doble negación. En el caso del rostro del negro se agrega “Ni africano ni nada”; al del chileno, “ni na ni chileno”; al del indio: “Ni nada ni indio” y así sucesivamente: “ni asia ni lejos”, “ni negro ni áfrica”, “ni viejo ni nuevo”.

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Los distintos retratos desplegados por los muros de Panam pueblan el espacio expositivo de una multitud anónima y deseante, de quienes no conocemos sus nombres ni apellidos, ni tampoco sus lugares de residencia, pero sí sus testimonios arraigados a sus vidas cotidianas. Quien recorre la muestra pasa a formar parte de esta colectividad anónima, en la medida que los retratos invitan a la participación. Los testimonios escritos permiten al espectador acceder a una subjetividad y una experiencia de vida particular, pero se hallan de alguna manera obstaculizados por la idea de sociedades normalizadas y normalizantes, representada a partir de las huellas dactilares y los rostros estereotipados de razas y naciones.

“La palabra es una condensación de experiencia infinita”, señala Juan Castillo, “la condensación de toda una historia, de una larga experiencia […] Entonces detrás de cada palabra no es solo la palabra sino que es la historia del hombre. Toda la experiencia está condensada ahí. Cada palabra que se inventa es un poema”.

La doble negación respecto de las identidades en los retratos –ni, ni–, parece ejercer una función liberadora: despliega el sentido de la diversidad cultural que no puede sintetizarse en una categoría, una palabra, un solo rasgo genético, un color de piel, un solo idioma. El ejercicio entonces sintoniza con el giro multicultural, los mestizajes y las “culturas híbridas” que promueve la globalización. “Ya empiezo por mandarte el texto que escribí para el catálogo que saldrá en la bienal en Los Ángeles… sobre el proyecto que presento Huacherías, casi una palabra inventada, proveniente naturalmente del huacho, pero en su sentido liberador no victimizador. Huacho como el que se libra de amarras, una de ellas su construida identidad, que aborda desde la patria a esos que creemos que somos. Huacherías es algo que se está siempre construyendo, como las animitas en el norte de Chile, son obras abiertas, no se es, se va siendo…”.

Tanto el historiador chileno Gabriel Salazar como la antropóloga Sonia Montecino han desarrollado estudios desde diversas perspectivas que se ocupan del sujeto “huacho” latinoamericano. De origen quechua “wak’o” y de ahí, huak‘cho”, esta palabra que Salazar define como “el animal que ha salido de su rebaño” o también, como “sujetos que no poseen bienes”, en Chile –también escrito con la letra “g”–, pasó a identificar a los hijos no reconocidos por el padre biológico, sujetos sin ancestros ni genealogía, e indirecta y peyorativamente al estatuto de la “madre soltera”, que debía ocuparse por el sustento de los hijos desde la marginalidad social. Desde la perspectiva de Salazar y Montecino, el aquí guacho siempre implicará una carencia, la falta de algo, y sería justamente esa orfandad la que constituiría el cimiento de las sociedades coloniales en la América hispana y el motor de desarrollo del mestizaje: “Los españoles tenían relaciones con mujeres indígenas pero esperaban casarse con españolas una vez que regresaran a la Península”, escribe Salazar.

El término huacho proviene de la lengua quechua, que en la historia de la literatura nos remite rápidamente al legado de José María Arguedas (1911-1969), un huacho andino. La propia experiencia de vida de Arguedas, como sujeto mestizo, etnólogo, traductor, novelista en español y poeta en quechua, nos hereda otra visión del huacho, distinta de la que defienden los pensadores chilenos. En el caso de Arguedas, su legado literario no solo implica la incorporación de la literatura peruana en el canon universal, su experiencia entre-mundos relativizó el sentido de orfandad e inauguró un proceso emancipador y libertario según su propio testimonio. La autora puertorriqueña Mercedes López-Baralt recuerda: “Que Arguedas se ve a sí mismo como un wakcha se desprende de su famosa intervención de 1965 en el Primer Encuentro de Narradores Peruanos en Arequipa, en la que se confiesa ‚hechura de su madrastra‘. En esta conmovedora confesión, Arguedas afirma que su madrastra, al relegarlo a la cocina, despreciándolo, le hizo el enorme favor de propiciarle el ingreso afectivo en el mundo indígena”.

Arguedas genera ese desplazamiento semántico en la medida que él conoce y reflexiona sobre la connotación original del término huacho: “Los indios […] dividen a la gente en dos categorías. La categoría de los que poseen bienes, ya sea en terrenos o animales, es gente, pero el que no tiene ni animales es huak‘cho. La traducción que se le da a este término al castellano es huérfano. Es el término más próximo porque la orfandad tiene una condición no solamente de pobreza de bienes materiales sino que también indica un estado de ánimo, de soledad, de abandono, de no tener a quién acudir”. El escritor peruano transita desde una “orfandad nacional” hacia una liberación cultural que despliega filiaciones diversas, que en su caso se expresan en la utilización de distintas lenguas para su escritura narrativa y poética, y para la mediación y traducción cultural entre los mundos por los que transita. La transformación del estatuto del huacho que él propone, podríamos decir en “vida y obra”, fija un antecedente en un itinerario extenso de reflexión identitaria sobre el mestizaje en el continente latinoamericano al momento que él está escribiendo, a mediados del siglo XX.

Al menos 50 años después de la confesión de Arguedas en Arequipa, Castillo actualiza ese mismo itinerario de reflexión con su proyecto visual, lingüístico y performativo. El artista abandonó su país de origen en la juventud y es durante la experiencia de migración cuando concentra su atención en la problemática de la identidad y también, en el reconocimiento de lo indígena, este entendido no como raíz originaria sino más bien como un componente activo/actual de las sociedades transculturizadas en una dimensión global. Dicho reconocimiento le lleva a trabajar con esas lenguas, las lenguas indígenas, lenguas secretas siempre bajo riesgo de extinción. En las instalaciones del artista, estas lenguas secretas se ponen en interacción con las lenguas coloniales o europeas.

El término huacherías de Castillo busca reconocer en cada sujeto al huacho que somos todos y ninguno a la vez, para romper la idea de las identidades fijas, y desmontar la alianza entre identidad y nación, entre nacionalidad y nacimiento. La huachería como léxico inventado y ajeno a cualquier diccionario, dota de cierta dignidad por medio de este sufijo “-ía” al huacho, y da nombre a una potencia emancipadora que magnifica a estos hijos “libres”, emancipados de un origen, tanto familiar, como colonial y nacional. Tal como también lo expresa Arguedas, aquí el sufijo revierte el valor de la semántica tradicional, desde la víctima al agente, al apropiarse de los conceptos despreciativos del colonizador y voltear su sentido, revertir la connotación, como acto de agencia y emancipación desde el lenguaje mismo: una indagación sobre el cómo nombrarse y cómo nombrar las prácticas propias, que es un tipo de acción desde el lenguaje y la enunciación.

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Reunir lo inconexo

 

Mi sueño más importante es que las desigualdades del mundo sean corregidas.

 

Las huacherías describen viajes multidireccionales y encuentros con personas de distintas nacionalidades en una dimensión transatlántica. Así como la obra de Juan Castillo atraviesa los territorios mediales y disciplinarios, su biografía recorre también los territorios geográficos: nace en la ciudad de Antofagasta y reside parte de su infancia en la salitrera Pedro de Valdivia; más tarde se traslada a Valparaíso donde realiza estudios de arquitectura, para luego llegar a Santiago donde integra el taller de grabado de Eduardo Vilches en la Universidad Católica; en 1982 traslada su residencia desde Santiago de Chile a Europa, integrando el creciente número de artistas e intelectuales latinoamericanos expatriados de forma forzada o voluntaria producto del contexto local opresivo y aplastante que imponen las dictaduras en la región; en 1986 se instala definitivamente en Suecia, residencia fija que le permite años más tarde el retorno esporádico a Chile para la realización de nuevas alianzas y proyectos.

El viaje no solo constituye aquí un elemento biográfico. El traslado constante brinda una conciencia de movimiento que atraviesa la producción de este proyecto de arte, constituyendo en sí una metodología de conocimiento e investigación, de encuentros y diálogos, de recopilación y entrevista. “Me interesa acercarme, conectarme con los demás, es mi base, mi alimento, me interesa la etnografía, el periodismo, pero no tengo esas profesiones entonces el diálogo que trato de establecer no parte de allí, si no de la empatía que da la convivencia, voy y me instalo a vivir en los lugares que voy a entrevistar, converso de muchas cosas con los entrevistados, ellos saben de mi trabajo, conocen que les quiero preguntar dialogamos sobre esto y aquí comienza lo hermoso que se empieza a inventar una respuesta, surge la creatividad, por supuesto basado en sus experiencias”, escribe Castillo en un correo electrónico que me envía en octubre de 2015.

La recopilación de los relatos de vida heterogéneos que impulsan las huacherías se genera a partir de estancias breves del artista en lugares donde se instala a conversar con grupos de habitantes. La conversación es allí la clave del dispositivo artístico que se exhibe posteriormente adaptándose a diversas técnicas: en el caso de la muestra en galería Panam, escritura caligráfica, dibujo, estampado, video. Es el viaje en sí el que va vinculando personas y voces reunidas en torno a las mismas preguntas. La interacción permanente con lugares y personas, va volcando este proyecto hacia la realización de una obra participativa. En este sentido, el eje articulador de este proyecto es la promoción continua del encuentro y la agrupación de personas, cuyos diálogos, memorias y palabras constituyen un archivo colectivo en el que se montan subjetividades, voces, vivencias, con sus imágenes y deseos.

En el caso de la exposición en Panam, estas huacherías se despliegan a partir de una pregunta muy sencilla: Cuál es tu sueño. Esta es formulada a ciudadanos bolivianos residentes en La Paz. En sus respuestas abiertas y sin formas predeterminadas –como le es propio a la fórmula de la conversación–, estas personas responden produciendo un espacio de memoria colectiva caracterizado por su liminalidad, entre lo deseado y lo negado, lo presente y lo ausente, lo que se puede y lo que se quiere, en la medida que la noción de “sueño” despierta en los entrevistados respuestas en el ámbito de lo onírico y también, en el ámbito de las insatisfacciones del cuerpo.

Este tipo de preguntas simples, generales, como en este caso “cuál es tu sueño” –que en otros proyectos del artista será “¿qué es patria para ti?” o también, “¿qué es arte para ti?”– caracterizan las distintas intervenciones artísticas que Castillo impulsa en los lugares diversos del mundo en donde trabaja, preguntas desencadenantes de una serie de experiencias y procesos afectivos y participativos, que en su procedimiento van ligando a voces y grupos que no necesariamente comparten una lengua, un territorio o una cultura común.

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Al fondo de la experiencia, se hace evidente una inquietud por reconocer las capacidades creativas humanas, despertar una sensibilidad y ampliar en todo sujeto la conciencia más allá de las rutinas cotidianas. Expandir el horizonte de preguntas y reflexiones, fomentar la relacionalidad entre ámbitos distantes de la vida, desmontar las realidades naturalizadas. Todo estos ejercicios de conciencia para fomentar lo creativo, es decir, lo humano. La potencia de estos esfuerzos por el reconocimiento de las singularidades, es que traza una conexión desde el arte hacia el mundo social, entre el mundo del arte y el mundo del no-arte. La valoración de las subjetividades particulares de cada itinerario de vida tiene que ver con el modo cómo Castillo reconoce a las personas comunes y corrientes con las que dialoga, para él, personajes extraordinarios. Pero sobre todo queda en ese gesto vertido toda una comprensión propia de lo político asociado al arte en sus posibilidades.

 

La convivencia de los tiempos

 

Y bueno, me acuerdo muchísimo de haber soñado que yo estaba en aquella conquista de América, en el mismo grupo de Aguirre.

 

En Galería Panam, las huacherías establecen una relación entre escritura y materialidad que desestabiliza la linealidad del tiempo histórico. Pese a que Castillo nace en la ciudad de Antofagasta a 1.300 km al norte de Santiago, pasó sus años de infancia en la oficina salitrera Pedro de Valdivia en pleno Desierto de Atacama. El salitre configura allí un espacio de tensiones de toda índole, a partir de las soberanías imperiales, nacionales y culturales, que dan nombre a un territorio, la “pampa calichera”. Foco de modernidad en pleno desierto, lugar de cruce y contacto, desde 1930 la economía del salitre articula una comunidad multiétnica y multinacional. Hombres y mujeres llegan allí en busca de trabajo y oportunidades, de “una nueva vida”, paradojalmente en lo que es, la geografía más árida del planeta. La nacionalidad de los trabajadores estuvo en ese contexto estrechamente asociada a la labor específica que estos desempeñaban en las oficinas: la gran mayoría de los dueños, profesionales calificados y empleados, eran europeos, entre los cuales predominaban los ingleses, los italianos y los alemanes; en cuanto a los obreros, chilenos, peruanos, bolivianos y chinos. No solo cruce de lenguas y nacionalidades, el salitre entrelaza también la historia minera, la historia social y la historia indígena. Sin embargo, se presume que estos últimos, los indígenas, no alcanzaban a ser considerados “obreros”, por lo tanto, podríamos añadir, esa historia estaría aún por escribirse.

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“El té es de mi infancia de las salitreras. Había un fantástico té que le regalaban a los pobres de las salitreras (ríe). Y ese recuerdo a mí me ha quedado mucho […] empecé a detenerme lentamente en las manchas que deja el té… llevo muchos años trabajando con el té como pigmento”, señala Castillo en una entrevista a propósito de una exposición suya en 2012. En las salas de galería Panam, el té es utilizado para el dibujo de esta serie de rostros y las bajadas textuales que dialogan con esas imágenes. Lo significativo aquí es que el uso del té se presenta como un ejercicio de memoria solapado, a partir de la presencia de esa materialidad, que lleva consigo toda una acumulación de vivencias en el tiempo: los insumos coloniales y su circulación, el mundo colonial inglés y la explotación del cono sur, la lucha minera, la supervivencia en el desierto, etc. Así es como el recuerdo de infancia o memoria familiar se traslapa con la memoria colectiva. Pero a diferencia de los estudios de memoria tradicionales, siempre motivados por una reivindicación retrospectiva, las huacherías hacen funcionar esa materialidad según los tiempos actuales y sus propias problemáticas, es decir, efectivamente la huachería va al pasado pero no permanece allí, sino que vuelve, para responder o enfrentar problemáticas actuales. La singularidad de este funcionamiento de la memoria es que funciona hacia delante, de manera prospectiva: Castillo traslada las potencias de la memoria de salitre, con sus experiencias remotas de lucha y convivencia, para abrir hoy canales de expresión y comunicación para sujetos anónimos –los migrantes actuales se proyectan en los obreros del pasado–, con sus sueños y deseos de vida extraordinaria. De esta forma, el té es el que materializa estos sueños y deseos. “El hecho de que esa gente que está acostumbrada a escuchar los discursos de los otros, se escuche a sí misma y, además, se interese por escucharse a sí misma. La subversión, para mí, está ahí, en ellos, no en mis “mensajes” y se entronca con una idea muy antigua con la que trabajé muchos años, de los años 70 hasta ahora mismo: “Te devuelvo tu imagen”.

Estos relatos desplegados en cada una de estas huacherías se transcriben además en caligrafías de puño y letra. Tal como señalaba en otro contexto el filósofo chileno Sergio Rojas, esa caligrafía despide una fragilidad, que es propia de la memoria en función de la Historia: “como la huella del habla, en delicada proximidad a la subjetividad que las profirió en un día que no es el de hoy”. Castillo desde esa perspectiva opera como un cuerpo que simplemente media entre los sueños de personas anónimas y su materialización a través del uso del té de la memoria colectiva. De esta forma, la palabra se vuelve imagen en el mismo momento de impresión de la huella, que es una condensación o acumulación de memoria, saber y experiencia vivida en el tiempo.