Una de las más grandes hazañas del neoliberalismo es sin prácticamente haber dado una batalla, vencer a la solidaridad y al sentido colectivo de la sociedad. Un sistema económico e ideológico que no da cabida a acciones para nuevas realidades, con trabas que solo favorecen a la banca y las elites, donde la población es despojada de cualquier garantía social y de sobrevivencia, con economías familiares e individuales entregadas a los hábitos tendenciosos del mercado y donde el Estado ha dejado de velar -y cuidar- por lo que supuestamente trabaja: las personas.

La sociedad agotada, simplemente se cansó de esto y dijo no más, y es lo que en Chile pudimos ver desde el pasado octubre del 2019, pidiendo simplemente algo que no debiese ser una exigencia: dignidad. Han pasado meses desde el estallido social en el país y ninguna de las demandas ha sido escuchada. Ahora que el mundo está atravesando por una de las más delirantes crisis producto de la pandemia, el sistema económico colapsó, afectando una vez más a los sectores más vulnerables. Nuevamente, nuestros gobernantes no han querido escuchar. O incluso peor. Nos abandonaron.

Pero la gran duda es el por qué no están actuando. ¿Una avaricia sin límite? ¿La interminable desconexión de los que administran nuestras vidas con la realidad (definiciones de la realidad pospuestas en el presente escrito)? El descarte y algunos cálculos no se hacen tan difíciles para llegar a entender que el resultado es que el empobrecimiento social genera más dinero en los grupos de poder, mismos grupos de interés de quienes rigen el destino de un territorio y ciudadanía.

Volvamos brevemente al estallido social en octubre del año pasado: el agotamiento del paradigma-herencia de la sociedad industrial, lo que ha llevado a que el lenguaje ya no responda a los contextos semióticos regulares. Se resignifica constantemente en este nuevo sistema lingüístico propio de las nuevas tecnologías, sucumbiendo además a nuevas relaciones de valor e intercambio.

Relacionado con estas equivalencias, Berardi (2017) escribió: “El dinero y el lenguaje tienen algo en común: en el mundo físico no son nada, pero aún así en la historia de la humanidad lo mueven todo” (p. 163), palabras que hacen sentido al momento de pensar un poco en lo que pasó recientemente con Delight Lab, colectivo artístico chileno que trabaja con mapping e intervenciones lumínicas, sirviéndose principalmente del espacio público, arquitectura, construcciones y naturaleza.

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Así es que en períodos críticos como los que se han estado viviendo en Chile, el grupo conformado por los hermanos Octavio Gana y Andrea Gana ha tomado por una parte, la palabra escrita como un acto de recuperación de lo que el capitalismo nos ha quitado y ha usado a su antojo, y por otra, la reocupación del agora, ese espacio definido por el límite entra las esferas pública y privada, donde se discutían cuestiones a resolver compartidas entre las personas y que hoy ha sido diluido para ser reemplazado por el espacio personal, pero que paradójicamente es exhibido constantemente a través de las nuevas vitrinas digitales.

Tomando parte de la ciudad y encauzando a través de la luz y la palabra el agenciamiento perdido de la sociedad, proyectaron el pasado 18 de mayo de 2020 la palabra “Hambre” en el edificio de la compañía de telecomunicaciones Telefónica ubicado en el centro de Santiago (donde tuvieron lugar las manifestaciones en el 2019), intentando representar a cada una de las personas que han sido olvidadas, ahora y siempre, llamando a una agilización por parte de las autoridades en algún tipo de ayuda que solo está llegando ahora, en migajas y en apariciones dirigidas por los estrategas comunicacionales para las fotos de rigor.

Pero al siguiente día, ocurrió algo que no era posible de imaginar después del supuesto recorrido democrático en estas tres últimas décadas: Octavio y Andrea quisieron recordarnos lo que precisamente nos convierte en lo que somos: la humanidad. Para sorpresa (desconcertante) de muchos, ese 19 de mayo en Santiago de Chile, ciertos sectores nos dijeron que ellos simplemente no la desean: con la potencia y prepotencia de focos dispuestos sobre un camión que aún se desconoce su origen y gestión, hicieron invisible “humanidad”, la palabra que estaba siendo proyectada esa noche.

La perturbación primera dio pasó a una especie de resignación por algo que estaba en directa relación con la nula respuesta a la agenda social, así como también a una rápida revisión mental por una historia sostenida de violaciones a los derechos humanos, y en su gran mayoría, impune.

Pero queremos pensar que hay posibilidades de poder cambiar, entendiendo que es un proceso que necesita que soñemos de nuevo la solidaridad. Este cambio, aunque no dudamos que es posible que cada uno lo realice individualmente, pide y necesita que sea resuelto en el espacio compartido, y ese es el espacio público; el lugar donde supuestamente se manifestaría la libertad que hemos conquistado como humanidad y que hoy está en duda en uno de los momentos que más la necesitamos para superar esta ‘multicrisis’ y reconstruir juntos esta colectividad.

Solo queremos y necesitamos humanidad.

 

El título de este texto está inspirado en la pieza de Jenny Holzer “Abuse Of Power Comes As No Surprise” (1983).